El bardo uruguayo se presentó, a solas con su guitarra, en el Club Atlético Fernández Fierro
Desde su esperado (y tardío) debut porteño en La Trastienda, en abril de 2003, el uruguayo Fernando Cabrera se presentó, a solas con su guitarra, una treintena de veces en Buenos Aires. La mayoría de las veces, yo estuve ahí. En Gandhi, en Medio y Medio, en el ND/Ateneo, en el Archibrazo, en el Bauen, entre otros sitios que me vienen a la memoria. Entonces, la presentación del sábado pasado en el Club Atlético Fernández Fierro no tendría nada de extraordinaria, sino fuera porque cada show de Cabrera es extraordinario. No en vano, Jorge Drexler, en una cruza de obsesión y devoción, lo persiguió durante un par de años tocara donde tocara, sólo para observar, minuciosamente, su mano derecha.
El frío y la lluvia proyectan al invierno porteño en todo su esplendor. Y este galpón amable, con estética montevideana, es una refugio para los devotos del gran bardo uruguayo (entre ellos, algunos colegas, como Cristóbal Repetto,Luis Pescetti y Marcelo Ezquiaga. Lo que vendrá no es novedoso para los iniciados: los shows de Cabrera en este formato de guitarra, voz y cajita de fósforos, ostentan pequeños cambios. Detalles, apenas perceptibles, entre presentación y presentación. El repertorio incluye una veintena de composiciones que recorren una obra sólida que construyó en las últimas tres décadas, y una serie de versiones (Mateo, Gardel/Lepera, un medley entre Zitarrosa y Spinetta) que alcanzan en su interpretación una nueva dimensión, mágica y misteriosa.
En una de las paredes del galpón hay un cuadro con una silueta humana, esas que muestran las películas para practicar arco y flecha, jugar a los dardos o al tiro al blanco. Y las canciones de Cabrera son como dardos que hacen blanco en las fibras sensibles de los espectadores. Pasan las canciones y ruedan las lágrimas por las mejillas, se anudan las gargantas y aflora la garra del corazón.
Cuando canta, Cabrera lanza gritos y susurros, y lo mismo hace con su Fender Telecaster, como si fuera una extensión de su cuerpo. Declama y construye el misterio con el modo en que sugiere diversos pasajes de la letra y de la melodía. Hasta que agarra la cajita de fósforos y casi al pasar lanza en "Viveza" una visión panóptica de la Ciudad Vieja, de un viejo artista que llega al fin de su carrera, de la viveza criolla y del mundo en general. Se trata de la mejor canción uruguaya de los últimos diez años. Y en este caso no lo acompaña el silencio devocional, sino un coro entusiasta y unas palmas igual de entusiastas, aunque un tanto desprolijas. A partir de allí, la audiencia se hace coro como pocas veces antes ("El tiempo está depués", "Dulzura distante"), y la comunión entre el público y el cantor es extraordinariamente emotiva.
Y "Por ejemplo" trae más lágrimas, y el fantasma de Mateo emerge en una de las rarezas del recital ("Lo dedo negro"), y una afortunada recibe el "feliz cumpleaños" antes de "Punto muerto". Y como yapa, "Meritos y merecimientos", recibe la ovación final que invita a parafrasear a Caetano: Mejor que el silencio, sólo Fernando.
Por Humphrey Inzillo .
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