UN MUSICO ELIGE SU CANCION FAVORITA: FERNANDO CABRERA Y “MATITA PERê”, DE ANTONIO CARLOS JôBIM
por Fernando Cabrera
Matita Perê” es una de mis canciones favoritas porque navega varios mares, reuniendo una cantidad de mis inquietudes musicales y letrísticas en una sola canción. Es una cosa parecida a lo que pasa con otra canción de la que soy fanático: “Yo soy la morsa”, de Los Beatles, en la que se juntan varios mundos.
Es el caso de “Matita”, una canción típicamente brasileña, que no podría ser de otro país, pero que a la vez dialoga con aspectos de otras músicas, no necesariamente populares: Jobim tenía una gran admiración por Villalobos, que queda reflejada acá. La canción tiene esa mezcla extraordinaria. Por un lado hay una clara pertenencia a la región de la que es originaria, hay un reflejo de ese mundo, de esa visión, de esa cultura. Pero a su vez tiene un enorme ímpetu de renovación, va agregando elementos, dialogando con el futuro, con músicos que vienen del área popular rítmica, pero también con elementos de la orquestación europea clásica. Es decir, va entablando un diálogo con ese mundo popular de forma muy efectiva, como pasaba también con Los Beatles y George Martin.
Lo que más me gusta de “Matita Perê” es que se trata de una especie de narración, es como un cuento más que como un poema, y eso es algo difícil de hacer. Además es una canción extensa con climas diferentes, con cambios de estructuras muy complejos; Jobim incursiona en atrevimientos formales distintos de los de la canción popular. Siempre me gustó esa gente que trabaja en una especie de puente entre distintas áreas.
Nunca tuve muy buena memoria, pero calculo que conocí esta canción a fines de la década de 1970. Creo que un amigo tenía el disco, que se llamaba, como la canción, Matita Perê, e incluía otra gran canción, “Aguas de marzo”, y que seguramente no estaba editado en Montevideo. En ese entonces yo ya era un seguidor de Jobim, un conocedor de su obra completa, y estaba atento, lo seguía desde mi infancia.
Cuando yo era chico, a los 5 o 6 años, a principios de los ’60, estaba muy de moda la bossa nova. Cuando digo “de moda” me refiero a que era, en serio, una cosa masiva, que se pasaba permanentemente en la televisión y la radio. Eran muy populares canciones como “Corcovado”, “Samba de una nota sola”, “Garota de Ipanema”, “Desafinado”; y eso era lo que les gustaba a mis padres y yo escuché mucho.
Yo desde los seis años ya estudiaba guitarra. Pero a pesar de mi temprana fascinación con esas canciones, no intentaba sacarlas; tuve que esperar varios años, hasta los 15, para entender un poco los acordes de Jobim y de Gilberto, que son acordes complejos que no forman parte de la tradición musical del Río de la Plata. Me llamaban la atención y mi oreja se daba cuenta de que ahí había acordes raros, pero yo no era capaz de reproducir en la guitarra. Yo estaba acostumbrado a usar acordes más sencillos; las llamadas tríadas, perfectos mayores y menores, que son los propios de la canción criolla de acá, del tango, del folklore y todo eso, mientras que la bossa nova era un mundo armónico complejísimo y muy renovador.
Eventualmente, a los 13 más o menos, un amigo que era un capo me enseñó a sacar algunos de estos acordes, y con los años fui lográndolo y empecé a tocar estas canciones para mí, para mis amigos en las reuniones, todo el tiempo; estaban incorporadas a mi repertorio junto con otras de Yupanqui, de Zitarrosa, de Los Beatles, de Nascimento; yo siempre canté un poco de todo.
Aquella era una época muy efervescente; todo despertaba mucha curiosidad y siempre había posibilidad de aprender de alguien que fuera mayor que vos, y siempre había alguien que podía prestarte esos discos que no se conseguían. Era una época de mucha riqueza en la música, como en el cine y la literatura. Fue lindo pertenecer a esa época siendo niño y adolescente; creo que me impregné de esa actitud artística, de búsqueda, de buscarles la vuelta a las cosas, de no repetir fórmulas; eso era lo que pasaba en todo el mundo en ese momento. Pasaba con Los Beatles, con Bob Dylan, con Frank Zappa, con todo Brasil, con Piazzolla, con Mercedes Sosa, que tenía una actitud modernísima, con el rock argentino, Spinetta y Almendra, y también en Uruguay, donde había cosas buenísimas: Rada, Mateo, Los Olimareños, Zitarrosa. Fueron años muy nutritivos y corría un entusiasmo único. Yo tenía una barra de amigos adolescentes, ellos estaban tan enfermos como yo por algunas cosas, éramos fanáticos de las mismas cosas, y entonces estábamos siempre con música: escuchando, hablando, viendo si atravesamos toda la ciudad para ir a ver un amigo que tenía un disco recién editado en el exterior, viendo cómo llegábamos a los festivales para colarnos. Recuerdo los recitales del Velódromo en el ’69, en el ’70, ’71, en los que se presentaban bandas en vivo y nosotros nos metíamos por las nuestras, y nos íbamos acercando, empujando a través de 2 mil personas hasta llegar al escenario y apoyar ahí mismo la pera y ver a los músicos desde abajo, al ladito y después esperarlos en la vereda para ver sus caras de cerca y los instrumentos. Y después, por supuesto, tratar de entrar a todo espectáculo en el que se pudiera tocar: en el liceo, en el colegio, en la parroquia, en un club a fin de año, en las navidades, en los cumpleaños, empezando a hacer todo eso que uno hace ya sin que siquiera te lo plantees, porque es la tendencia natural de su gusto.
Para mí, “Matita Perê” está en el centro de todo eso, de esa época, de esos recuerdos, de esos años en que la música era para nosotros el mejor alimento del mundo.
Pagina 12/Radar.
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