miércoles, 11 de abril de 2012

El Universo Cabrera



“No regales adjetivos, que algún día te pueden hacer falta”, me recomendaba un colega, viejo zorro de redacción. No sé por qué me acordé de él viendo a Fernando Cabrera en Bar Vinilo, a principios de abril. Debe ser porque el mundo Cabrera repele los adjetivos fáciles. Hay una lógica diferente que se establece ni bien se opacan las luces y quedamos a solas con su voz y su guitarra, y los paisajes que su mente y su corazón-coraza despliegan sobre la audiencia, como esos dibujos de Escher en los que las escaleras no se sabe si suben o si bajan. Así, sus estrofas-peldaños nos hablan de amores que van y vienen… y finalmente se van. Y no sabemos si está bien o está mal, porque el universo Cabrera no pone las cosas en blanco y negro. Las canciones se suceden y es posible subirse a un viaje que sigue algunos patrones: vidas que dejaron marcas en calles, cosas y –claro- otras vidas; espectros que aún hacen sentir su presencia en suaves ectoplasmas que lastiman un poco, es verdad, pero que fueron sumados al bagaje agridulce de la experiencia, ese famoso peine que nos regalan cuando ya nos quedamos pelados o, peor aún, cuando queremos tapar patéticamente la calva de la quemazón existencial con tres pelitos sueltos hechos de cinismo.

Pero no hay cinismo en las estrofas de Cabrera; más bien una mirada de soslayo, una risa irónica pero también cálida. Confiesa haber vivido sin golpear el pecho de la confesión embarazosa de los ebrios profesionales. Cabrera está aquí, tiñendo su memento mori de palabras que se acoplan justas, cual piezas de un rompecabezas que nos hace transpirar hasta que la imagen completa surge de golpe ante nuestros ojos.

El repertorio de Cabrera es un libro de historias unidas por un hilo invisible pero conspicuo precisamente por eso, porque está ausente a simple vista. Sin urgencias, el artista le va sumando elementos: “La casa de al lado”, “Punto muerto”, “Diseño de interiores”, “Viveza”, y para mi sorpresa, veo cómo los colores de sus propias historias se funden con otros, cómo Cabrera se las ingenia para hacer suyas, también, las historias de Mateo, de Zitarrosa, o de Spinetta. Con Spinetta, Cabrera tiene muchos más puntos en común de lo que podría suponerse a simple vista, a simple audición. Ambos describieron siempre su propia órbita sin importar las leyes de la galaxia Música que otros observan. Cabrera –y aquí también me hace pensar en un Peter Hammill- no necesita una palanca para mover nuestro mundo; le basta con una guitarra y un micrófono de voz, del cual a veces se escapa, incluso, para cantarnos en un susurro o en un borbotón de palabras que parecen llegarnos desde lejos, y sin embargo están muy cerca. Solo eso. Todo eso… y ya somos cautivos astronautas de su planeta especial y único, jugando, sintiendo, llorando y riendo, por siempre ingrávidos.

A Rosso.

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