jueves, 5 de septiembre de 2013

El don de la muerte


Un compañero de clase en los primeros años del liceo sabía tocar violín, que le hacían estudiar de chico, pero lo que más le gustaba era cantar. Cantar apretando algo como la pera no es tan fácil y me propuso acompañarlo con una canción de Serrat de moda por aquellos tiempos. La cuestión es que con él finalmente podría intentar tocar el tema de Los Beatles “I m only sleeping”, compuesto por John Lennon y que tenía un sonido enigmático y encantado producido por una guitarra eléctrica – supe después- grabada al revés, y mi idea era imitar con el violín ese sonido.
Muchas tardes de aquel invierno sometí a mi amigo y mi elepé REVOLVER al encadenamiento interminable: una y otra vez la púa volvía del final al principio del tema; y el combinado, a válvulas, con un parlante de 12 pulgadas excelente, emitía con fidelidad perdida la introducción, la voz nasal y acerada, el bostezo de John intermedio entre dos estrofas , sobre el  riff simple y seco de Paul.
En aquella época  había , no recuerdo el  nombre ni la radio, un programa nocturno sobre Los Beatles y a él me dirigí por teléfono para ver si podrían conseguirme la letra del tema. Creo que era Elías Turubich el conductor y el propietario de un fabuloso libro encuadernado en origen incierto, que luego de muchas páginas ilustradas con fotos desconocidas para mí, tenía todas las letras de todos sus discos.
Copié la que buscaba y me fui, con la sensación de que aquel entorno entre bullicioso y despreocupado no era el que yo imaginaba para un programa de radio; y con una rabiosa  envidia de aquel libro.
Leyendo ese idioma inaccesible y oyendo la fonética ilógica frente al tocadiscos, fui ensayando lentamente, repitiendo mil veces, hasta sentir la irrealidad de pertenecer a ese tema. Hubo un día finalmente, no sé si en el hall de algún liceo o en una kermese de colegio cercano, en que conseguimos tocar, decorosamente para mis exigencias de hace veinte años, “i m only sleeping”, con Roberto en violín y yo en guitarra folk y voz.
Lennon no había muerto, era solo 1971, la vida no era lo que hoy, y había que tomarse la música como eso, música, algo inalcanzable, algo de otros: algo que estaba después del  fútbol, después de los libros, de la rutina; un sueño.
Nueve años después, una mañana de  diciembre, un ser querido me sacudió con una noticia difícil de clasificar: era simplemente mala?  Era desagradable?  Inoportuna, triste, histérica? La noche anterior había sido inusualmente feliz y hermosa, llena de amigos, emociones y canciones. Tan rápidamente la vida se hacía presente, con su disfraz de costumbre, hiriendo, pegando absurda, sin lógica? Con lógica? Habían  matado confusamente a John, aunque atiné a no creerle a quien me lo informaba.
Hoy pienso en la terrible desazón de los deportistas, que deben abandonar su actividad, que es también la mayor pasión de sus vidas, muy tempranamente para luego sobrevivir hasta la vejez y la muerte rodeados de recuerdo e impotencia. Pienso en Paul, con su inocente vanidad, en Ringo, en George. Alcanzaron la gloria y la plenitud artística antes de los treinta años y pronto supieron que no repetirían aquello nunca más, y faltaban cuarenta para vivir. Entonces veo el asesinato de John como una bendición, como un don que le tocó en suerte, una suerte inmensa que él mereció con creces.  Lo que tenía que hacer ya lo había hecho. No tan pronto como James Dean o tan tarde como Dalí, lo mejor que podía pasar era morir.

Fernando Cabrera

Brecha 8/3/1991

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